Por: Ramón E. Azócar A.*
En los últimos días se ha comentado mucho acerca de los cambios de orientación y gestión de las instituciones universitarias. Las autoridades que han sido sustituidas han esgrimido un discurso cónsono con ese deseo de transformación que requieren las universidades en tiempos del Proyecto Simón Bolívar (2007-2013); aunque el esfuerzo no se ha visto: han sido autoridades con discurso y no con acciones. Por ello, para garantizar que esa transformación se materialice, se hace necesario concientizar a los estudiantes e ir creando condiciones de identidad y pertenencia de ellos con el proceso de transformación. Quienes han dirigido hasta el presente nuestras almas Mater, no han podido deslastrarse del individualismo y sectarismo académico, por ello lucen más como piezas de ajedrez que como hombres construyendo valores nuevos en tiempo de “nuevos hombres y nuevas estrategias”.
La educación tiene funciones que se definen como sustantivas y sociales; para que esto se cumpla, en un tiempo de ideología y cultura bolivariana, debe existir una definición del perfil del egresado universitario bolivariano que convoque y delinee la conciencia del nuevo hombre. Dicho perfil permite establecer aquellos elementos indispensables con los que debe contar un egresado para poder desarrollarse adecuadamente dentro de la sociedad y retribuir así un beneficio. Para ello es necesario establecer primero una definicón de perfil. La Real Academia de la lengua lo define como el "…conjunto de rasgos peculiares que caracterizan a alguien o algo". Ahora bien, cabe mencionar que para el diseño curricular se elaboran dos tipos de perfiles, el perfil de ingreso, que define aquellas características básicas que un alumno debe poseer al momento de ingresar a una institución y por lo tanto iniciar un proceso de aprendizaje; y el perfil de egreso, que como antes se menciono son aquellas características que se obtienen y se supone tendrían que estar desarrolladas en un alumno al término de su proceso de aprendizaje. Dicho perfiles permiten también establecer cursos de acción para la elaboración de planes y programas.
El perfil del egresado universitario bajo ideología y cultura bolivariana, se ha de establecer por la vía de un bagaje cognitivo, valórico y actitudinal que le permita desplegar sus capacidades en un entorno dinámico de conocimiento distribuido. Debe llegar a ser un sujeto comprometido con el desarrollo social, consciente de su identidad y constructor de su integridad; una persona con el espíritu crítico y respaldo moral necesarios para enfrentar los desafíos del desarrollo. Tiene que poseer sentido de pertenencia con visión sistémica, siendo capaz de comprometerse en proyectos específicos, integrar sus esfuerzos en pos de aspiraciones más amplias, reconocer los diferentes valores y articular los distintos actores en la promoción de las alianzas estratégicas.
El perfil del egresado universitario bolivariano tiene que estar inmerso en una redefinición de la perspectiva interdisciplinar, los objetos de investigación, enseñanza o intervención; lo que le permitirá dialogar con diversas culturas institucionales y con otras disciplinas, sin comprometer su dignidad y su recato a la hora de ver la profesión como una oportunidad para colaborar con sus semejantes y no para valerse de ella con fines de enriquecerse.
La formación del egresado universitario bolivariano le ha de acreditar para aplicar una postura profesional que articule su destreza en la creación de un conocimiento que siendo crítico, aporte soluciones a la realidad local, nacional e internacional. Esto hará que posea sensibilidad para captar intelectual y sensitivamente el sufrimiento del otro como propio. El profesional con perfil bolivariano, se convertirá en un sujeto moral autónomo, con herramientas para asumir el diálogo como criterio, como procedimiento y como objetivo de su desempeño, tanto como los principios de justicia y de beneficencia. Es consciente del servicio que puede prestar a la sociedad en términos de hechos alejados del servilismo. La actitud de apertura y la motivación frente al aprendizaje permanente hacen posible que el nuevo egresado busque actualizarse y el transitar en su vida profesional desde la etapa inicial de la aplicación de conocimientos, hasta escalas cualitativas de crecimiento personal y profesional, basadas en valores éticos de equidad, solidaridad, participación en la vida ciudadana, cuidando y luchando por la democracia, la moral, la libertad, y la justicia social. Cada Universidad tiene la posibilidad de definir sus propios perfiles de egresados de acuerdo al impacto que pretende dar en la sociedad, por ello la formación de universidad en universidad varia, ya que además se busca cubrir las necesidades de la población, pero el hilo conductor entre todas es la equidad, la cooperación y la masificación del conocimiento.
Ahora bien, el perfil del egresado universitario bolivariano, ha de estar determinado por las competencias que requiere los nuevos oficios profesionales de una sociedad cuyo interés superlativo es la educación, la salud y calidad de vida; es decir, ese nuevo egresado debe solventar de manera adecuada y oportuna los problemas y necesidades del entorno, que en la mayoría de los países latinoamericano es de pobreza extrema, esto es, para cumplir efectivamente con el encargo que la sociedad ha otorgado a las instituciones universitarias: formar integralmente el talento humano requerido para satisfacer las múltiples necesidades sociales.
A todas estas, es importante establecer que el perfil profesional lo componen tanto conocimientos y habilidades como actitudes, componentes que constituyen dimensiones del enfoque de formación por competencias que responden a las interrogantes: ¿Qué debe saber el egresado? ¿Qué debe saber hacer? ¿Cómo debe ser y actuar? En correspondencia con las anteriores interrogantes, en el perfil profesional de corte bolivariano, han de sobresalir los procedimientos y valores a para un desempeño adaptado a las necesidades de la sociedad y no a las de un grupo familiar o persona.
En un sentido práctico, el perfil del egresado universitario bolivariano, ha de estar relacionado con el proyecto de país, el cual brinda la descripción de las características principales que deberán tener los educandos como resultado de haber transitado por un determinado sistema de enseñanza-aprendizaje. Tales características están compuestas por las áreas generales de conocimiento; las tareas, actividades y acciones, así como la delimitación de los valores y las actitudes que debe desarrollar el estudiante para formarse finalmente como profesional de un área específica, aspectos que identifican al perfil del egresado y concretan su capacidad para responder a situaciones laborales.
El perfil del egresado universitario bolivariano, ha de estar enmarcado tanto en los conocimientos y habilidades como las actitudes. Todo esto definido operacionalmente delimita un ejercicio profesional. En esta consideración conceptual se incorpora la necesidad de desglosar las competencias profesionales en sus dimensiones específicas, a fin de establecer tanto las orientaciones como el alcance del saber, el hacer y el ser en el desempeño profesional de una especialidad. Es decir, no basta con declarar las competencias del ejercicio profesional, sino que es indispensable su operacionalización. En correspondencia con esta concepción, se requiere establecer en esa delimitación del perfil del egresado universitario bolivariano, además de las competencias laborales, el objeto de trabajo, el campo de acción y la esfera de actuación del futuro profesional, como aspectos que identifican y definen al perfil del egresado, a la vez de establecer sus capacidades y aptitudes laborales para afrontar situaciones diversas.
Las anteriores apreciaciones conducen a una visión amplia acerca de la importancia que tiene la adecuada definición y delimitación del perfil del egresado universitario bolivariano, como orientador del diseño curricular y suministrador de las directrices para el futuro desempeño laboral, así como en lo relativo a los requerimientos que han de cubrirse para formar el talento humano demandado por la sociedad.
En una palabra, el perfil del egresado universitario bolivariano, se constituye en un aspecto neurálgico del diseño curricular, pues constituye punto de partida y patrón de evaluación del mismo, por lo tanto debe partir de la contextualización del desempeño profesional según el modelo sociopolítico, económico y cultural donde el profesional vaya a desenvolverse, así como a los problemas sociales que deba dar solución. La formación de profesionales competentes para el desempeño calificado, integral y ético no es una tarea nada fácil, pero sí indispensable como elemento fundamental en el proceso de desarrollo nacional de cualquier país. Es igualmente importante abandonar posturas radicales respecto a este enfoque pedagógico vinculadas a elementos de orden sociopolítico, pues la conjunción de propuestas contemporáneas planteadas desde sistemas capitalista y socialistas, evidencian la versatilidad de la formación por competencias para aportar en ambos modelos de sociedad.
El contexto político, económico y social del país, es un factor determinante tanto para la definición de los perfiles profesionales universitarios, como para la adopción del enfoque de formación por competencias. Esta apreciación cobra mayor fuerza en sociedades cuyos procesos de transformación sociopolítica, ameritan de cambios estructurales para ajustarse a los nuevos escenarios e intereses nacionales. En el caso de la República Bolivariana de Venezuela, en su transito hacia una sociedad socialista con bases histórico-filosóficas y características socioeconómicas muy propias, hacen imperiosa y urgente la transformación del modelo de educación superior. *.-ramonazocar@yahoo.com.ve
sábado, 11 de junio de 2011
jueves, 26 de mayo de 2011
Ensayo/ Historia de la Felicidad
Ilustración: José Fernández; acrílico sobre tela; "Caballo y Frutas"; 2006.
El ser humano siempre ha aspirado a alcanzar la felicidad; de hecho, es un instinto evolutivo que ha permitido a nuestra especie sobrevivir. Y, sin embargo, en cada momento histórico se ha entendido por felicidad algo completamente distinto.
Para una joven de hoy - en una sociedad industrializadacon todas sus necesidades cubiertas— es posible que tres kilos menos representen la felicidad. Para una del siglo XVII - en una sociedad acostumbrada a la penuria— tres kilos menos podían ser la desgracia. El sentimiento es unánime: todos, de una manera o de otra, pretendemos, aspiramos, deseamos ser felices. Pero la felicidad es un concepto relativo, porque no encontraremos dos personas que sean dichosas exactamente de la misma manera. Sin embargo, si hiciéramos la comparación entre nosotros y nuestros abuelos o nuestros ancestros medievales, la diferencia se convertiría en abismo: a lo largo de la historia la felicidad no ha significado nunca lo mismo, ni nunca ha sido, como ahora, una prioridad.
Desde que el ser humano pisa la faz de la Tierra ha tratado de algún modo u otro de encontrar la dicha. Y de eso hace ya 400.000 años. Dicen los científicos que si no, no hubiéramos podido sobrevivir. Que si la mayoría de los individuos de la especie no se hubieran sentido satisfechos o no hubieran tratado de conseguirlo, se habría autodestruido, habrían perdido interés por la procreación y, probablemente, se habrían extinguido. Tratar de ser feliz es un mecanismo evolutivo impreso en nuestros genes.
Y, sin embargo, "el concepto es tan indeterminado que aunque todo el mundo desee conseguirla, nadie puede decir de forma definitiva y firme qué es lo que realmente desea y persigue", advirtió ya en el siglo XVIII el filósofo alemán Immanuel Kant. No sólo nos resulta complicado definir qué es la felicidad, sino también qué nos hace felices. Hagan la prueba, realicen una pequeña encuesta a su alrededor y pregunten a quienes les rodean qué les hace felices; con toda seguridad, obtendrán tantas respuestas distintas como personas encuestadas.
"Probablemente, las cosas concretas que nos hagan felices sean bastante diferentes de una persona a otra, pero, desde un punto de vista psicológico, el mecanismo es bastante parecido", explica Asun Mena, psicóloga y directora de Quid, una consultoría especializada en estudios sociológicos y mercado. "La felicidad se ha definido de muchas formas, a menudo como un estado de búsqueda y desde perspectivas más dinámicas de la psicología, como la realización del deseo. Y los deseos pueden ser muy distintos, desde estar muy bien con mi familia, hasta unas vacaciones en Bali o que mi empresa vaya bien".
Las personas mayores, para sentirse bien, suelen valorar mucho las relaciones y la seguridad económica, mientras que para los jóvenes tiene más peso su imagen y el grupo al que pertenecen. Incluso a lo largo de la vida experimentamos la felicidad de distinta forma.
Y si esa diferencia es tan importante entre una persona y otra, cuando la comparación es entre periodos históricos distintos la distancia es, sencillamente, sideral. Pongamos por caso a un hidalgo en la España del siglo de oro. Su felicidad "radicaba en su honor, aunque no tuviera qué comer - explica la historiadora y escritora María Pilar Queralt del Hierro, autora de Mujeres de vida apasionada (La Esfera de los Libros, 2010)-. En cambio, hoy en día preferimos comer aunque para ello haya que robar, o estafar, o malversar fondos públicos. Para Don Quijote la felicidad consistía en deshacer entuertos, mientras que Tales de Mileto consideraba que sólo se podía ser feliz con un cuerpo y un alma sanos, y fortuna".
Aunque solemos dar por sentado que tenemos derecho a ser felices, se trata de una idea bastante reciente, como explica el historiador Darrin Mc-Mahon en Una historia de la felicidad (Taurus,2005). Es más, esa idea procede de la Ilustración, en el siglo XVIII. Sin embargo, del concepto de felicidad se empezó a hablar mucho antes. La mención más antigua que se conserva es del siglo VIII a. C., y, como ocurrió durante toda la antigüedad, estaba ligada a la tragedia. De llegar, era algo que simplemente sucedía, no se podía hacer nada por conseguirla, de manera que la gente, impotente, esperaba resignada.
De hecho, esa relación entre la dicha y la fortuna marcó el nacimiento de vocablos en la mayoría de las lenguas indoeuropeas para designar este concepto. Happiness proviene del inglés medio happ que significa ocasión, fortuna. El término francés, bonheur, procede de bon (bueno) y heur (suerte o fortuna). En italiano, español, portugués y catalán, felicità, felicidad, felicidade y felicitat derivan del término en latín felix,que a veces significa suerte y, otras, destino. Y, curiosamente, aunque es en los albores de la humanidad cuando se empieza a relacionar la felicidad con el azar, la mayoría de la palabras que surgen para denominar este concepto no aparecen hasta mucho después, hasta la edad media, una época en que la gente era de todo menos feliz en este planeta.
Pongámonos en la piel de un campesino del siglo XI e imaginemos la extrema pobreza, las terribles epidemias, el hambre, las guerras y la violencia, la tiranía... Pocos motivos había para ser feliz, salvo la propia supervivencia - aunque en esas condiciones la supervivencia no parece precisamente el mejor de los destinos— y... Dios. Durante siglos, el cristianismo establecería una asociación, apuntada ya por Aristóteles, entre felicidad y Dios, y la asociaría a paraísos prometidos. En la edad media, todo el mundo tenía derecho no a ser feliz, sino a albergar la esperanza de serlo en otra vida. Y por aquella recompensa las personas soportaban todo tipo de sufrimientos terrenales.
El Renacimiento hace tambalearse este entramado ideológico, porque, en la medida en que - al menos para los intelectuales de la época- el centro del mundo deja de ser Dios, pierde sentido la idea de que la felicidad está en el cielo. Además, los avances tecnológicos del final de la edad media permitieron mejorar determinados aspectos de la calidad de vida de los europeos que les permitieron mirar el mundo y su propia vida desde un prisma distinto. "A partir del humanismo, en el siglo XV, con las corrientes vinculadas a los epicúreos, se vuelve a ligar el placer a la felicidad - apunta la historiadora y escritora María Pilar Queralt-. El humanista, orador, educador y filósofo italiano Lorenzo Valla y más tarde el pensador inglés John Locke, considerado el padre del empirismo y del liberalismo moderno, pensaban que la felicidad era el máximo placer que se podía obtener. En este sentido, es una postura ante la vida mucho más hedonista; y la felicidad empieza a tener un significado más social: es aquel placer o estado placentero que se puede extender a un mayor número de personas".
Ahora imaginemos a ese campesino del siglo XI siete siglos después. Es cierto, en el Renacimiento ya sabe que se puede conseguir la felicidad, pero es probable que ese estado esté reservado sólo a unos privilegiados. En el siglo XVIII se producen notables mejoras en agricultura - mejoran las cosechas y disminuyen las hambrunas—, sanidad y empieza la revolución industrial. La población europea se dispara y ese campesino del siglo XI ve, ahora, como la subsistencia está algo más garantizada. A partir de este momento aspira a alguna cosa más.
Y es entonces cuando surge la idea moderna de felicidad como derecho del individuo. En la Ilustración filósofos como Voltaire y Rousseau afirman que felicidad no es un capricho del destino, ni tampoco un don divino que uno recibe como premio a un buena conducta en vida, sino algo que todos deberíamos alcanzar en la Tierra, aquí y ahora. "El ser humano tiene derecho a ser feliz y es misión del gobernante conseguirlo", puntualiza Queralt. La importancia que se le da a este concepto es tanta que dos textos fundamentales en la política de la época - y también en la actualidad- como son la Declaración de Independencia de Estados Unidos (1776) y la Declaración de los Derechos del Hombre (Francia, 1789) establecen el derecho a "la felicidad de todos". "Los seres humanos iniciaban una grandiosa búsqueda que todavía continúa", señala McMahon.
¿Quiere esto decir que nuestros antepasados del siglo XIX ya pensaban en términos parecidos a nosotros sobre la felicidad? Pues tampoco, porque los cambios operados en las sociedades occidentales en los últimos 200 años han sido de un calado enorme y nuestra visión del mundo ha variado con ellos. Volvamos al ejemplo del campesino que encontramos anteriormetne en el siglo XI y que habíamos dejado en el siglo XVIII. A mediados del siglo XIX, las condiciones de vida del campo le asegurarían la subsistencia, pero le permitirían salir de la pobreza, por lo que tal vez debería emigrar a la ciudad, donde trabajaría en una fábrica siete días a la semana para asegurar una vida más o menos próspera. Quizás, viviría en unas condiciones que hoy juzgaríamos como próximas a la esclavitud, pero, en aquel momento, posiblemente le acercaran más a su idea de la felicidad. Y es que en la ciudad tendría más acceso a los avances tecnológicos, a una sanidad notablemente mejor y, con suerte, a educación para sus hijos, que, lejos del campo, azotado por enfermedades, tendrían, además, más posibilidades de sobrevivir.
Puede ser que la felicidad sea inalcanzable como dicen muchos, pero es que además, como hemos visto hasta ahora, es mutante a lo largo del tiempo. Y si colocamos la lente sobre nuestro pasado más reciente veremos que los mismo cambios acaecidos durante siglos se han producido también, y en ocasiones de forma acelerada, en el caso de nuestro abuelos y de nuestros padres. Los primeros vivieron épocas de penurias y una guerra civil, y tal vez, su prioridad sería poder vivir con tranquilidad satisfaciendo sus necesidades básicas y alimentar a su familia gracias a un empleo fijo. Tal vez su felicidad se encontraba justo ahí, en ese pequeño negocio o en ese puesto de trabajo para toda la vida, un concepto que hoy parece pertenecer a la noche de los tiempos.
¿Y para nuestros padres? Para ellos - sigamos imaginando-, que tenían resuelta en buena medida la subsistencia gracias a los avances científicos y tecnológicos apabullantes del siglo XX que mejoraron las condiciones sanitarias y la salud, la dicha estaba en mejorar su bienestar y en garantizar unos estudios a los hijos.
Para nosotros, en cambio, las prioridades han cambiado. En el primer mundo, con una esperanza de vida al nacer que prácticamente dobla la de principios de siglo y con las necesidades básicas más que cubiertas, la felicidad, además, está en otras cosas: disfrutar de los placeres de la vida, tender hacia la realización personal... No es casualidad probablemente que la segunda mitad del siglo XX haya visto florecer las aficiones y los hobbies, y posiblemente tampoco lo sea que, con una esperanza de vida que supera los 80 años, la gente tenga bastante claro que una pareja no tiene que ser necesariamente para toda la vida.
Pero, en buena parte, en la segunda mitad del siglo pasado, nuestra felicidad ha tenido que ver con el consumo. Para el filósofo francés Pascal Bruckner, autor del libro La euforia perpetua. Sobre el deber de ser feliz (Tusquets, 2001), el problema es en buena medida que se ha confundido bienestar con felicidad. "Hay una aparición de las nuevas necesidades que tiene que ver con el confort, que son bienes materiales. Y es como si esos bienes se personalizaran de tal manera que nos individualizan, como el ordenador, el iPod, o el móvil".
Desde la década de los 50, la esperanza de vida ha aumentado en cantidad pero también en calidad. La Segunda Guerra Mundial, señala María Pilar Queralt, acabó con los fascismos, y se pensó que quedaba entonces garantizado un mundo libre; se había superado la crisis del 29, por lo que se abrió un periodo de bonanza económica sin precedentes; el auge de la ciencia y la técnica permitía augurar un mundo sin enfermedades y sin distancias. Todo eso propició la sensación de que ya estaba todo conseguido y que aquel era un mundo en el que el esfuerzo no era un mérito, como podía serlo en el siglo XIX. Por ello, "ahora tienes que ser feliz, es casi una obligación".
Se estableció un sistema basado en el incentivo del consumo, en el que el mercado se convertía en una fuerza reguladora de la economía, y la oferta y la demanda se generan mutuamente. Por primera vez en la historia, apareció un sistema de consumo masivo basado en el pleno empleo y en el aumento del poder adquisitivo de los ciudadanos. Y la felicidad requería, en buena medida, poder consumir. "Se confundía el tener con el ser", opina Queralt.
No obstante, desde comienzos del siglo XXI, para Asun Mena, el concepto de felicidad en los países occidentales está cambiando de nuevo, y el consumo no tiene ese papel protagonista, un cambio que, el tiempo lo dirá, posiblemente se esté viendo favorecido por la actual crisis económica. A comienzos de los años 90 aún imperaba el modelo consumista capitalista heredado tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. "La felicidad radicaba en conseguir ser alguien, en tener un estatus y la exigencia social era muy elevada, tanto que a veces teníamos que renunciar a la vida familiar y personal. Antes la trayectoria para llegar a la meta suponía dolor y sacrificio. Se basaba en el consumo, eras feliz si podías consumir". Pero ese modelo consumista, considera esta psicóloga social, se agotó.
En cambio, opina esta psicóloga social, el concepto que la sociedad occidental actual tiene del consumo se está transformando y dirigiendo hacia "ser tú mismo y experimentar. Damos más importancia al viaje que al destino en sí. Sabemos que queremos conseguir algo, pero el cómo lo hagamos es lo importante". Eso, dice Mena, nos causa menos frustración.
Y es que, resume Queralt del Hierro, "el ser humano es cambiante, absorbe su entorno, los avances de su época, nunca puede tener un concepto anclado, estático, aunque se sigue pensando, fundamentalmente, tal y como decía Aristóteles, que para ser feliz había que tener tres clases de bienes: externos, como la riqueza o los honores; del cuerpo, como el placer y la salud; y del alma, como la contemplación y la sabiduría. La relación entre esos tres elementos en cada época cobra un valor diferente y se adapta para llegar al equilibrio. En historia, te das cuenta de que la felicidad es una posición ante la vida".
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