sábado, 30 de mayo de 2009

Ética del poder y moralidad de la protesta: La moral latinoamericana de la emergencia


Por: Arturo Andrés Roig

Nuestra intención es la de ocuparnos del tema de la naturaleza entre los griegos, a partir del momento en el que este concepto adquiere en su tradición filosófica una determinada especificidad que permite mirarlo como una categoría que expresa funciones diferenciables.
Según nos lo ha dicho Rodolfo Mondolfo, en cuyo homenaje leemos estas disquisiciones sobre el tema señalado, fue con los sofistas con quienes comenzó a delinearse la distinción entre el mundo de la naturaleza y lo que el filósofo italiano denomina "mundo de la cultura". En efecto, en los filósofos naturalistas anteriores —no olvidemos que los sofistas han sido colocados por Diels junto con los presocráticos— esos mundos se hallaban, según palabras de Mondolfo "fundidos y confundidos". Lógicamente, dentro del movimiento sofístico en el que la distinción habrá de quedar establecida, hay líneas divergentes dentro de las cuales es posible destacar una en la que se produce lo que bien podríamos caracterizar como "regreso a la naturaleza" e interpretar ese regreso como una posición de liberación.
Ahora bien, si es cierto que son los sofistas quienes habrán de establecer las nuevas categorías según las cuales la vida humana se desarrolla, ya sea de modo armónico, ya conflictivamente, en la contraposición de physis y thésis, la verdad es que aquellas categorías ya se encontraban de alguna manera establecidas en el mundo de los mitos. En particular debemos prestar atención al papel que juegan los héroes cuya función es evidentemente diferente de la de los dioses. Estos, si bien se habían alejado de los poderes de la naturaleza a los que siempre de alguna manera expresaron y se habían aproximado a formas de conducta humana, nunca alcanzaron el nivel de los semidioses. Por otro lado, esa particularidad de los héroes irá siendo acentuada por obra de la gigantesca labor de resemantización a la que fue sometido de modo permanente todo el mundo mitológico y que adquirió particular fuerza a medida que se iba configurando ese gran período que tradicionalmente es caracterizado como "antropológico". No serán únicamente los sofistas -a los que se les atribuye el paso de un mundo de preferencias cosmológicas, hacia otro de urgencias humanas- sino que, como obra ciertamente decisiva en todo este proceso, se destaca el papel jugado por los grandes trágicos en su constante labor de reelaboración de la gran simbólica griega. Después de los sofistas, los más importantes de ellos contemporáneos de Sócrates, se abre ese mundo variado y lamentablemente tan poco documentado, el de las llamadas "escuelas socráticas menores" en cuyo seno se encuentran los cínicos. En ellos, que asimismo conocieron el magisterio socrático, la cuestión que nos interesa, a saber, la del "regreso a la naturaleza", habrá de adquirir nuevos e importantes matices, para concluir, luego de agotados los grandes sistemas de la Academia y del Liceo, con la formulación del tema y en el sentido que a nosotros nos interesa, principalmente, entre los epicúreos.

Ahora bien, esta cuestión que caracterizamos como "regreso a la naturaleza" y que tiene sus inicios con una de las líneas de la sofística pareciera entrar en contradicción con aquel paso en el que los sofistas jugaron tan importante papel, el que fue desde una visión "cosmológica", propia básicamente de la filosofía jonia, hacia una comprensión "antropológica" del mundo y de la vida. Así, cabría preguntarse qué relaciones o diferencias muestra el concepto de physis en los milesios, por ejemplo, y el mismo concepto en sofistas como Antifonte e Hipias de Elis. No nos cabe duda de que estamos ante una comprensión diferente de la "naturaleza", la que es rechazada o se predica su positividad, en relación con un opuesto al que suele caracterizárselo como mundo de lo convencional o de las "leyes humanas". Es evidente que la "naturaleza" de la que ahora se habla no es el "cosmos", sino la que se opone, por ejemplo, a la ciudad y de modo específico a las regulaciones de la vida que impone la cultura de las ciudades las que, como se sabe, funcionaban como "ciudades-Estado". Y así el nuevo concepto de "naturaleza" se aproximará a la noción de "campo" y hasta de "paisaje", tal como puede vérselo en el conocido texto de Fedro en el que Sócrates declara que no necesita ni desea salirse de las murallas de la ciudad para filosofar y se declara como filósofo ciudadano por autonomasia. Y de este modo no es únicamente la cosmología anaxagórea la que habrá de rechazar el filósofo ateniense, sino también este nuevo sentido de la physis que se venía gestando en la contraposición entre "naturaleza" y "norma". Debemos dejar aclarado que este "paisaje" que aparece tan fugazmente en el Fedro tampoco interesará —otro tanto deberíamos decir de la noción de "campo"— a aquellos que hablen de un "regreso a la naturaleza".

lunes, 25 de mayo de 2009

El Guernica y la filosofía de Pablo Ruiz Picasso




Este cuadro tiene como motivo el bombardeo que durante la Guerra Civil Española sufrió la ciudad vasca de Guernica (Gernika) por parte de la Legión Cóndor de la Luftwaffe alemana. El ataque ocurrió el 26 de abril de 1937, empezando a las cinco menos veinte de la tarde y prolongándose durante 3 horas y media.

Meses antes, en septiembre de 1936, el Gobierno de la República Española comunicaba a Picasso su nombramiento como director del Museo Nacional del Prado (aunque no tomó posesión efectiva del cargo). En enero de 1937 dicho gobierno le encarga al pintor un cuadro-mural que decore el Pabellón Español durante la Exposición Internacional de Artes y Técnicas de 1937 en París, y este acepta la encomienda.

El día 1 de mayo de 1937, en la manifestación del Día de los Trabajadores, un millón de personas se echaba a las calles de París para mostrar su repulsa por el bombardeo de Guernica. Este mismo día Picasso contempla la fotografía en blanco y negro titulada “Visiones de Guernica en llamas”, publicada en el periódico Ce Soir, en la que se observa la ciudad vasca destruida. Aquella fue su inspiración; coge papel y lápiz y comienza a realizar decenas de bocetos del cuadro. El día 8 de mayo introdujo la madre con el niño y el caballo muerto en la concepción de la obra. El día 11 de mayo empezó el lienzo definitivo, trabajando hasta el 4 de junio, día en que añade la bombilla. Algunos días después retoca el cuadro, remarcando las luces. Todo el proceso lo realizo en un taller situado en la rue des Grans Agustins, numero 7, en París. Le acompaño la que era su amante por aquel entonces, la fotógrafa y pintora yugoslava Dora Maar, que tomo diversas fotografías del proceso de elaboración.

En mayo de 1937, en plena elaboración del cuadro, Picasso efectúa una “Declaración contra la posición fascista de los rebeldes franquistas”, que se publicará en julio en los Estados Unidos, en respuesta a una campaña de difamación en la prensa que presentaba al artista como favorable al general Franco: «En el mural en el que estoy trabajando, el cual llamaré Guernica, y en todos mis trabajos artísticos recientes, expreso con claridad mi aborrecimiento hacia la casta militar que ha sumido a España en un océano de dolor y de muerte». En la misma época, envía al American Artist’s Congress una declaración, publicada en el New York Times, que muestra su creciente compromiso con los republicanos españoles, y que defiende que los artistas no pueden ni deben permanecer indiferentes frente a un conflicto en el que están en juego los más altos valores de la humanidad y de la civilización.

El 11 de julio el cuadro queda definitivamente instalado en el Pabellon Español de la Expo, justo la víspera de la inauguración (12 de julio), habiéndolo llevado hasta allí el mismo autor. En el pabellón, obra de los arquitectos Luis Lacasa y Josep Lluís Sert, e irónicamente situado entre los edificios de la Rusia comunista y la Alemania nazi, se exhibieron ademas obras de Joan Miro (Payés catalán en rebeldía) y de los escultores Emiliano Barral, Julio González (La Montserrat), Alexander Calder (La Fuente) y Alberto Sánchez Pérez (El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella). También se colocaron varios poemas de Federico García Lorca, asesinado el año anterior, y un poema en francés de Paul Éluard (gran amigo de Picasso) titulado, en español, La Victoria de Guernica.

El Gobierno de la República pagó a Picasso un total de 150.000 francos por la ejecución de la obra, aproximadamente el 10 % del gasto total del Pabellón.

Josep Lluís Sert recordó de esta forma la reacción del público: «La gente desfilaba ante la obra en silencio, como si se diesen cuenta de que además de su valor pictórico era una premonición de lo que después realizó la guerra mundial. Un grito de protesta contra la barbarie de toda guerra y más de las de nuestros días. Un grito, entonces, de un pueblo que lucha por su libertad, por su dignidad y por sus derechos».

Tras finalizar la Exposición Universal, el cuadro viaja a Oslo, Estocolmo y Copenhague, y termina retornando a Francia.

En Mayo de 1939 Picasso viaja hasta América con el lienzo para recaudar fondos con el fin de ayudar a los refugiados republicanos de la Guerra Civil Española. Para entonces ya había triunfado el llamado Alzamiento Nacional. Alli el artista deja su obra bajo la custodia del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA). Desde entonces y hasta 1958, el cuadro es exhibido en ciudades de todo EEUU, Sudamérica y Europa. El deterioro de la tela fuerza un alto en su ir y venir.

Cuenta la leyenda que en 1940, con París ocupada por los nazis, un oficial alemán, ante la foto de una reproducción del Guernica, le preguntó a Picasso que si era él el que había hecho eso. El pintor respondió: «No, han sido ustedes».

En 1967, 400 artistas firman una petición dirigida a Picasso pidiéndole que saque el cuadro de EEUU. Protestaban así por la participación de este país en la Guerra de Vietnam, y aducían que no era una nación digna de albergar el Guernica. La sala en la que estaba expuesto se convertiría en un lugar habitual de concentraciones y vigilias antibélicas. Este mismo año el MOMA realizó una restauración del lienzo, que presentaba un deterioro evidente debido a sus continuos viajes.

En 1968 el dictador Francisco Franco Bahamonde, a través de Florentino Pérez Embid, director de Bellas Artes con Luis Carrero Blanco, hizo gestiones para intentar acoger el cuadro en España, a lo cual Picasso respondió exigiendo el restablecimiento de la República. En noviembre de 1970 el pintor añadió, en una carta enviada al MOMA, otras condiciones para que nuestro país pudiera recibir el lienzo, como el restablecimiento de las libertades publicas y de las instituciones democráticas; ademas de que fuera expuesto en el Museo del Prado.

El 8 de abril de 1973, a las 11:40, el malagueño mas universal, Pablo Picasso, muere en Nôtre-Dame-de-Vie, Mougins, Francia. Fue enterrado al pie de la escalinata del Castillo de Vauvenargues. Jacqueline, su ultima esposa, hizo colocar en la cabecera de su tumba la escultura La dama oferente (1934).

En 1974 Tony Shafrazi, joven pintor irani que actualmente dirige una conocida galería en Nueva York, pintó sobre la superficie barnizada del cuadro las palabras “KILL LIES ALL”, usando pintura roja en aerosol. Lo hizo para protestar por el perdón que Richard Nixon concedió al teniente William L. Cally por la matanza de My Lai durante la Guerra de Vietnam.

Durante el Gobierno de Adolfo Suárez se retoman los contactos con el MOMA para traer el lienzo a España. Roland Dumas, abogado de la familia Picasso, exigió en un principio que la naciente democracia alcanzase un cierto grado de consolidación y propuso como prueba un plazo de diez años, que luego quedaron reducidos a dos. Ademas, tanto este abogado -que mas tarde seria Ministro de Exteriores de la República Francesa- como el director del MOMA, William Rubin, fiaron la credibilidad de nuestra democracia al reconocimiento de los partidos políticos en general, y a la particular inclusión del Partido Comunista, del que Picasso fue miembro desde octubre de 1944. El PCE se legalizaría en abril de 1977, antes de las primeras elecciones generales libres desde 1936.

En 1978 Paloma Picasso, hija del pintor, pide como condición para el traslado del cuadro que se indulte a su amigo Albert Boadella. El dramaturgo se encontraba huido en Francia tras protagonizar una fuga, pues había sido encarcelado por orden militar en diciembre de 1977 acusado de injurias a las Fuerzas Armadas tras llevar a escena la obra La torna con la compañía Els Joglars. Las autoridades españolas tuvieron que acelerar el caso. El sumario contra Boadella pasó del tribunal militar a uno civil y los actores de Els Joglars recibieron un indulto, pero Albert Boadella no seria exculpado hasta 1985.

En 1979 Javier Tusell se hace cargo de las negociaciones, mientras ocupa la Dirección General de Patrimonio Artístico, Archivos y Museos del Ministerio de Cultura, transformada posteriormente en Dirección General de Bellas Artes.

En el transcurso de las negociaciones se realizaron gestiones, finalmente innecesarias, para hacerse con la factura que probaba que La República le había pagado al pintor 150.000 francos en concepto de “gastos”, según una nota fechada en París el 31 de mayo de 1937. Estaba firmada por el escritor Max Aub con el visto bueno del embajador Luis Araquistáin Quevedo. El diplomático Rafael Fernández-Quintanilla contactó en Ginebra, Suiza, con el hijo de Araquistáin, Ramón Araquistáin, conocido como “Finki”. Este hombre guardaba en una casa de Ginebra la biblioteca y el archivo de su padre. En ella encontró una carta en la que el escritor Max Aub, agregado cultural en la embajada republicana en París, citaba el pago de 150.000 francos por el cuadro, y un estado de cuentas donde aparecía claramente la cantidad y el beneficiario, P. Picasso, que cobraba en concepto de “propaganda”.

En enero de 1980, el ministro Manuel Francisco Clavero Arévalo anuncia la adquisición por parte del Estado de algunas obras de Picasso, y expresa su esperanza de acordar finalmente la compra del Guernica al MOMA. Con ello se inicia un debate nacional sobre la futura ubicación del cuadro en España. En marzo de este año la viuda del pintor, Jacqueline Picasso, envía una carta al presidente del gobierno, Adolfo Suarez, recordandole que su esposo había expresado el deseo de que el Museo del Prado fuera el destino del lienzo si este finalmente llegaba a nuestro país.

En julio de 1980 se crea la comisión que finalmente logra traer la obra a España. Estuvo integrada por la Presidencia del Gobierno, representada por Alberto Aza Arias; el Ministerio de Asuntos Exteriores, representado por su Secretario de Estado, Carlos Robles; y el Ministerio de Cultura, representado por el ministro Ricardo de la Cierva y de Hoces. La comisión delegaba sus funciones en el director general de Bellas Artes, Javier Tusell, y en Rafael Fernández-Quintanilla como embajador en misión especial.

El 9 de septiembre de 1981, mientras gobierna Leopoldo Calvo Sotelo, el cuadro y los bocetos del mismo que realizo Picasso se embalan en rollos y salen por la puerta trasera del MOMA. Los transportan dos camiones escoltados por la policía metropolitana de Nueva York y por un equipo de GEOS españoles, en una operación diseñada por el general Sáenz de Santamaría y por José Luis Fernández Dopico, director general de la Policía. El delicado “viajero”, al que todos llamaban “el último exiliado”, estaba asegurado en 7.000 millones de pesetas. En una caja con un peso total de 516 kilos se embarca el lienzo en la bodega del jumbo Lope de Vega de la compañía Iberia, exactamente el vuelo IB-952. En los asientos, disimulados entre el pasaje, viajaron un puñado de policías de paisano, periodistas, Javier Tusell y el ministro de Cultura del sexto gobierno de la UCD, Íñigo Cavero Lataillade, que una vez en el aire descorchó una botella de champán para ponerle fiesta al viaje.

El 10 de septiembre de 1981, en el aeropuerto de Barajas, a las 8:30 de la mañana, el lienzo llega a España (no fue un “regreso”, como algunos dicen, pues jamas había estado aquí antes). «Ahí te entrego el paquete», dijo el general Santamaría al teniente coronel de la Guardia Civil que, desde aquel momento, se hacia cargo de las operaciones de seguridad. El cuadro quedó instalado en el Casón del Buen Retiro: un anejo del Museo del Prado con la colección de pintura del siglo XIX. El 25 de octubre se abrió la sala al público, con la obra cubierta por una pared de cristal y custodiada por la Guardia Civil. Ese día Picasso habría cumplido cien años. Dicen que cuando Dolores Ibárruri, La Pasionaria, vio un mes después el cuadro en el Casón del Buen Retiro, dijo con una voz tranquila y baja: «La Guerra Civil ha terminado».

El 26 de julio de 1992, empaquetado, protegido con una manta antibalas y custodiado por un centenar de policías, el Guernica es trasladado en un camión articulado de cuatro ejes al Museo de Arte Contemporáneo Reina Sofía. El Casón del Buen Retiro pasa entonces de recibir medio millón de visitas anuales a tener menos de cien mil.

El mural (de dimensiones 349,3 por 776,6 centímetros, y 300 kilos de peso) ha sido contemplado hasta ahora por más de 11 millones de personas.

miércoles, 13 de mayo de 2009

POEMA DE ALIRIO PULGAR



Ilustración de Rafal Olbinski


Poema escrito a su esposa cuando andaba de pasantía por Cuba…

Allende Los Mares


Mi amada,
mi china piel de durazno en almibar.
Dime si allende los mares
¿sigo siendo tú príncipe?
Nuestros hijos succionan
los pezones de mi verbo.
Tranquila mi pelo negro
tráeme un terrón del cielo Caribeño
y yo te guardare un lirio
germinado con el sudor de un llanero...

El futuro del libro: Kindle, más crudo que cocido



Ilustración: “Figuras a bolígrafos”, por Vega. Eyecreative.


Por: Tomás Granados Salinas*

Resulta difícil imaginar que la rueda, o al menos su forma, fue descubierta mediante aproximaciones sucesivas. No hubo, antes de concluir que el círculo es la figura más conveniente, una rueda hexagonal, seguida de otra con el doble de lados, reemplazada a su vez por una rueda con cien o mil caras, hasta llegar a la redondez del polígono infinito, y tampoco podríamos pensar que alguien ensayó con diversas elipses antes de deducir que la adecuada es aquella cuyos ejes mayor y menor son iguales. No: la rueda, como Atenea, nació siendo adulta. Entre los demás inventos que comparten esta condición se hallan las ocurrencias del orfebre maguntino Johannes Gutenberg, quien supo aprovechar una prensa destinada a la extracción de aceite o al exprimido de uvas y adaptar las técnicas numismáticas para acuñar no monedas sino tipos móviles. Comprensiblemente, los primeros impresores buscaron que sus productos se asemejaran a los que pretendían sustituir y por eso buena parte de los incunables tempranos copian el diseño de los manuscritos, desde la forma de los caracteres hasta la disposición de las columnas en la página. Pero la pericia de Gutenberg hizo que incluso sus trabajos iniciales –las despampanantes Biblias de 42 y de 36 líneas– tuvieran tal calidad que parecen engendradas por un artesano en pleno dominio de un oficio al menos centenario. Como la rueda, la imprenta manual saltó al ruedo en plena madurez.
Hoy estamos siendo testigos de un cambio que podría ser tan profundo como el iniciado por las letras de plomo y antimonio. Desde hace por lo menos una década hemos escuchado que está por llegar un artefacto que destronará al libro como soporte principal de la palabra impresa y en ese lapso han abundado las elegías por un modo, supuestamente caduco, de practicar la lectura, así como los gestos triunfalistas de quienes creen que los sistemas de comunicación en que conviven imágenes, videos y palabras (sojuzgadas estas a las dos primeras, como si hicieran cumplir una condena al rey depuesto) son un inobjetable signo de progreso. Tan dilatada anunciación tiene una de sus muestras más recientes, y para algunos definitiva, en el Kindle, un dispositivo de lectura concebido por Amazon, el coloso de las ventas en línea, si bien el artefacto propuesto por la japonesa Sony también quiere colgarse la medalla por haber sustituido al libro de papel y, en los hechos, el teléfono móvil diseñado por Apple está apropiándose, casi sin proponérselo, de los anchos e ignotos parajes de la lectura digital. Kindle es un verbo inglés que, hasta hace un par de años, significaba tan sólo “encender” un fuego o una lámpara, o “despertar” un interés, una pasión, un sentimiento, pero pronto, gracias a la plasticidad léxica –entre envidiable y aterradora– de esa lengua, se usará para describir el tránsito de un libro, un periódico o una revista desde el plasma virtual de internet hasta un blanco aparatito, apenas menor que un volumen media carta, cuyo peso no llega a los trescientos gramos y cuya memoria ronda los ciento ochenta megabytes, con el cual se pueden comprar, descargar, leer, escuchar y anotar libros; no es fortuito el orden en que enumero sus funciones, pues en verdad señala lo que a mi juicio es esta máquina: una eficiente conexión a la máquina registradora de Amazon. Porque el Kindle es, antes que un aparato que favorezca la lectura, un punto de venta individualizado.
Hace mucho tiempo que Amazon dejó de ser sólo una librería. Ese cambio de naturaleza no se debe tanto a haber diversificado su oferta –que va desde toda clase de cachivaches electrónicos hasta alimentos orgánicos para vegetarianos radicales– sino al papel que se ha asignado a sí misma la empresa de Jeff Bezos en el mundo del libro. Además de ser el principal canal de ventas para la industria editorial estadounidense, crea u ocupa cada vez más espacios en ese entorno: impide (mediante la supresión del botón de compra) la circulación de obras producidas por proveedores indóciles, obliga a los autores que editan sus propias obras a usar su servicio de impresión bajo demanda, quiere imponer el formato Mobipocket como el estándar para los libros electrónicos descargables a celulares, controla desde hace medio año la extraordinaria red AbeBooks (que aglutina a cerca de catorce mil libreros de segunda mano en todo el mundo, con una oferta que supera los ciento diez millones de títulos), vende por debajo del costo cuando quiere exprimir a la competencia (por lo que no ganó un solo dólar tras el lanzamiento de la última parte de Harry Potter, a pesar de haber vendido más de 1.6 millones de ejemplares antes de que la obra estuviera disponible). Al igual que Google, que ya cree haber allanado el camino legal a su propósito, entre borgesiano y dantesco, de escanear todos los libros producidos por la humanidad, Amazon es ejemplo de la grandilocuencia del poder tecnológico asentado sobre profundos cimientos económicos. Ambas compañías aspiran no a ser el principal actor en la escena del libro digital, sino el único. (Tal vez por eso hace unas cuantas semanas Google dio un firme espaldarazo a Sony al poner a disposición de los usuarios de su Reader medio millón de obras caídas ya en el dominio público, cifra que contrasta con los doscientos cincuenta mil títulos disponibles hoy para quienes compran en Amazon.)
Kindle sin duda resuelve algunos de los problemas con que se enfrenta todo lector. Es un amplio anaquel portátil en el que podríamos, dice su fabricante, acomodar unas doscientas obras, con lo que se consigue una compresión portentosa, pues esa cantidad de volúmenes, de acuerdo con estimaciones de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana, pesaría cerca de setenta kilos y ocuparía no menos de siete cajas. Y como tiene algo de teléfono celular permite que nuestra impaciencia sea bien servida, ya que aquello que deseemos leer –y por supuesto ¡que esté disponible en el impredecible surtido de la librería!– puede llegar a nuestras pupilas en unos cuantos segundos; una de las frases con que Amazon promueve el Kindle describe no sólo al aparato sino a su usuario modelo: “¿Se te acabó el libro en el aeropuerto? Baja la secuela mientras abordas el avión.” Se trata sin duda de una maquinita fácil de usar que no necesita interactuar con una computadora, pues no hay software que instalarle y las descargas de libros son directas, a través de una antena, y cuenta con un diccionario para resolver dudas de manera instantánea, así como con dos presuntos méritos que sólo pueden ser considerados así desde el desamor al diseño gráfico y desde el desdén a los derechos de autor. La primitiva pantalla, construida con “tinta electrónica”, una tecnología que tal vez llegue a ser revolucionaria pero que todavía está en pañales (¿la hemos de llamar por ello incunable?), compone al vuelo la tipografía de cada página, produciendo dos desagradables consecuencias: por un lado, un veloz pero notorio “parpadeo”, durante el cual toda la pantalla se ennegrece, y, por otro, la aniquilación artera del diseño editorial, pues la elección de las fuentes, la determinación del ancho de columna y el sutilísimo arte de la justificación y el sangrado de los párrafos recaen en un algoritmo que acaso es un prodigio de eficiencia –basta que el usuario opte por un “puntaje” para que todo el libro se reacomode en un santiamén– pero al que nadie enseñó por qué Gutenberg tuvo que tallar casi trescientos caracteres para un solo alfabeto, qué función cumple la interlínea o cómo se acoplan pares de letras como la A y la V mayúsculas para no producir huecos blancos entre ellas. Encima, y tal como ha ocurrido con el correo electrónico, que, al prescindir de la escritura a mano, ha uniformado a los usuarios bajo unos cuantos formatos preestablecidos, todos los libros que aloja el Kindle carecen de personalidad gráfica: son clones de un mal concebido original.
Presentado como uno de sus mayores atractivos, el nuevo Kindle puede leer en voz alta los textos que ha memorizado. Tan interesante habilidad está siendo combatida con voz aún más audible por el Authors Guild, que considera un abuso de Amazon la explotación de un derecho que los escritores de ningún modo le cedieron; por el momento, la empresa ha limitado la capacidad de su creación para recitar, mientras llega a un acuerdo con los quejosos, pero muestra una vez más su disposición a ocupar todo espacio vacío en el comercio de la propiedad intelectual.
Los amantes de los libros, supongo que como los amantes en general, se dividen en dos grandes grupos: aquí están los que no mancillan su ejemplar más que con la mirada y allá los que se apropian de lo leído, incrustando su ex libris o, más prosaicos, dialogando con el texto mediante notas al margen o algún sistema que permita luego una eficiente relectura. La informática debería ser el paraíso de estos últimos, pues facilita la intervención del lector en la obra, pero Kindle parece no haberse enterado. Sí, pueden agregarse comentarios y señaladores, pero con un mecanismo tan torpe que, por contraste, la libreta y el lápiz parecen obra de un visionario.
Ni falta hace confesar que soy un lector arcaizante, de esos que aprecian la inmóvil danza de la tipografía y disfrutan viendo cómo la porción izquierda del libro abierto va engordando con cada hoja que pasa y cómo el contacto físico va dejando huellas en mí y en la obra misma: frases subrayadas, páginas con una esquinita doblada, separadores improvisados (lo mismo un comprobante de compra que una florecita rescatada por mi hija) que se olvidan luego entre las hojas, manchas de café u otra bebida que a menudo dan cuenta del momento en que uno estuvo precisamente ahí. Pero he de reconocer asimismo que tiendo a exprimir el mayor jugo posible a los artefactos informáticos, desde los asistentes digitales para uso personal hasta la panoplia de que dispone quien practica el teletrabajo, por lo que mi acercamiento al Kindle recorrió un amplio arco de sensaciones, desde el trivial gusto de comprarlo desde mi teléfono celular, con unos cuantos clics, hasta la decepción con que estoy redactando este texto, en la que sobrevive sin embargo una gota de esperanza, pues confío en que los herederos de este poco agraciado prototipo serán auténticos rivales del libro impreso, capaces de emular sus virtudes y de mitigar sus defectos. El Kindle no es ese aparato. Y no lo será pronto, a juzgar por las mejorías casi exclusivamente cosméticas de la versión 2.0 respecto de la 1.0. Puedo aceptar el pronóstico de los entusiastas de esta clase de artefactos, que parecen convencidos de que alguna vez los lectores tendrán acceso a un dispositivo portátil, ligero, no emisor sino reflector de luz, dotado de una nutrida y multicolor biblioteca, con diccionarios y otras herramientas de consulta, barato, con acceso (no por fuerza instantáneo) a un vasto y económico banco literario, capaz de alojar la infinita variabilidad de las formas tipográficas. Pero eso es ya materia de la ciencia ficción, no del futuro previsible. A poco más de un año de haber llegado al mercado y ya con una primera rehechura, está claro que Kindle no es más que un boceto puesto a la venta, algo más crudo que cocido. Alguna vez la rueda de los libros digitales será redonda; el Kindle no es más que un esbozo, digamos que una rueda de forma triangular, que hace falta superar pronto para que el avance sea en lo sucesivo mucho más suave.

*.- Fuente: “Letras Libres”, mayo 2009.

sábado, 9 de mayo de 2009

El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti, de Mario Vargas Llosa



Reseña de libros

Por Danubio Torres Fierro (Fuente: Letras Libres, 2009)

A lo largo de los años, muchos años, Juan Carlos Onetti (1909-1994) construyó su propio mundo –bellamente desolado, tristemente huraño, emocionalmente aterido–, el de Santa María, su comedia humana, su Yoknapatawpha, su ámbito físico y metafísico. Santa María apareció por vez primera en La vida breve (1950), y con ella surgieron los personajes que la habitarían y llegarían a darle una identidad a la vez inexorable y esquiva. El lugar es, de un modo muy deliberado, el “sueño realizado” de Onetti y también su “infierno tan temido”. Ayuntar aquí estos títulos, extremosos como son uno y otro, implica recordar que desde fecha temprana el escritor dio con una voz irrevocable, que es la primera autoridad que persuade en sus piezas, y con una visión personal del mundo, que es lo que las gobierna. Santa María es, qué duda cabe, un acto de trasmutación artística que adopta para su formulación esa épica de la conciencia moderna que despoja al héroe de todo heroísmo, diríase de una postépica sin grandeza que tanto alienta en nosotros, lectores conformados por la orfandad heroica vinculada a las causas perdidas de la tradición literaria occidental más reciente. Onetti fue en su época, tanto en la literatura del Uruguay y el Río de la Plata como en la del ámbito hispanoamericano, una de las figuras regeneradoras que marcaron la segunda mitad del siglo pasado: Jorge Luis Borges, Joâo Guimarâes Rosa, Octavio Paz, Adolfo Bioy Casares, Juan Rulfo, para nombrar a unos pocos.
En el Uruguay, su país, Onetti cerró con un manotazo el diccionario; también aventó las indolencias que habían ganado a una literatura vuelta municipal, inauguró una radicalidad distinta y extendió, desde El pozo (1939), una mirada anticipadora que lo convirtió en un visionario prematuro. Los pocos, poquísimos uruguayos que llegaron a él leyeron en sus páginas las claves de un país singular que había recorrido con denuedo las etapas de la institucionalidad rectora y del Estado de bienestar para convertirse en una socialdemocracia avant la lettre y que, sin embargo, escondía en sus entretelas confortadoras una neurosis traumática. Cumplía así Onetti con una de las exigencias que conducen al mito: ser de su tiempo y estar contra su tiempo, auspiciar una nueva experiencia de la realidad (de la realidad cercana y de la realidad sin más del mundo) y expresar, a la vez, una nueva forma de conquista de la realidad. Sólo Felisberto Hernández, desde un ángulo literario muy diferente, se acercaría a un destino literario y a una estatura estética similares. En una trayectoria de evoluciones quebradizas pero constante en sus aspiraciones, y a partir del entorno rioplatense, Onetti se alzó desde fechas tempranas en una referencia importante para el núcleo central de la escritura de América Latina y, andando el tiempo, de la hispanoamericana. El suyo es ya un legado resonante.

Pues bien: a ese Onetti, y a su arco literario, Mario Vargas Llosa ha dedicado El viaje a la ficción. Hombre generoso y escritor con conciencia de sí mismo –es decir, hombre abierto a la empatía hacia lo ajeno y escritor capaz de aplicarse a un acto de reflexión–, Vargas Llosa desea trazar, desde la admiración razonadora, un panorama cronológico que recorra, en mayor o menor medida, los títulos de Onetti y que, a su vez, levante un retrato del hombre y una geografía de su época. Lo hace desde la idea de que no existe imaginación pura, de que no hay imaginación que no sea un comportamiento animado por un resorte afectivo o ético, vinculado positiva o negativamente a una circunstancia social. Para él, la tarea crítica consiste en escuchar a las obras en su autonomía fecunda sin olvidar discernir en ellas las relaciones con el mundo, con la historia y con la actividad inventiva que las acuna. Hay que señalar que tal acercamiento respetuoso y abarcador es, por sí mismo, una virtud previa al propio libro; y hay que señalar más: que un autor de fama, de prestigio y de alcance difusor se ocupe de otro autor al que la fortuna le fue mayoritariamente adversa es un gesto ejemplar y que lo honra. Y que un autor demuestre, a los setenta y pico de años, que es aún capaz de obedecer a algo parecido a una obsesión y comprometer en ello su curiosidad y sus horas es cosa que sorprende y se agradece. Hechos estos reconocimientos, me importa adelantar que, en el envite, y a partir de una sinceridad intelectual indiscutible y un acercamiento animoso, el calado de interpretación no es parejo en su sutileza ni en su penetración; a veces se adentra en sus materiales, a veces los sobrevuela sin tocar su médula y a veces los somete a una pedagogía ayuna de carácter y mordiente. De ahí, de esas características, asoma lo que acaso se deba tener por la nota más destacada: la impresión de que este es un recuento a un tiempo generalizador y vago.

Hay un rasgo, eso sí, que encamina, contamina y determina al conjunto y que no significa una novedad en el universo de ideas de Vargas Llosa. Tal rasgo, expuesto como una especie de telón de fondo, es la teoría de que la obra de arte en general y la novela o la narrativa muy en particular tienen como característica decisiva el propósito de crear un mundo alternativo al mundo real, un mundo que es una huida y es un refugio a la insuficiencia de la vida, que es alimento espiritual y fuente de consolación. Como ocurría con sus teorías de “la verdad de las mentiras” y de los “demonios” que acosarían al escritor en su tarea, y como ocurriera en sus ensayos sobre Gabriel García Márquez (Historia de un deicidio, 1971) y Gustave Flaubert (La orgía perpetua, 1975), Vargas Llosa parte en sus análisis de unas intuiciones regidoras y de un cuerpo de ideas que de un modo incómodo –incómodo para sus objetos de estudio, que deben doblegarse a sus exigencias, e incómodo para un lector obligado a seguirlos en una reiteración muy continuada– gravitan demasiado en sus interpretaciones. Pero el reparo mayor no radica en tal gravitación estructuradora, que, en la medida en que responde a una congruencia interior y a unas secuencias lógicas, podría tener capacidad incentiva e intelectual. El reparo que cabe formular es que la argumentación que se levanta alimenta dos vertientes inquisitoras –una de signo literario, la otra de signo biográfico y sociológico– que, para así decirlo, mutua y contradictoriamente se apoyan y se anulan: una enriquece y la otra empobrece, una es hiperbólica en la defensa de su método y la otra adelgaza las espesuras en las que se adentra. Aquí se abraza una consistencia y allá una inconsistencia.

A cierta altura se declara que:"Diversión, magia, juego, exorcismo, desagravio, síntoma de inconformidad y rebeldía, apetito de libertad, y placer, inmediato placer, la ficción es muchas cosas a la vez, y, sin duda, rasgo esencial y exclusivo de lo humano, lo que mejor expresa y distingue nuestra condición de seres privilegiados, los únicos en este planeta, y, hasta ahora al menos, en el universo conocido, capaces de burlar las naturales limitaciones de nuestra condición, que nos condena a tener una sola vida, un solo destino, una sola circunstancia, gracias a esa arma sutil: la ficción."

Lo que ahí chirría es el “muchas cosas a la vez”. Se trata de una acumulación de posibilidades que, más que descubrir, encubre, y que parece decirlo todo para no decir nada. O, quizás, algo dice –y ese decir tiene su legitimidad en este llano imperio de la ignorancia de masas en que vivimos– para ese amplio sector del público que Vargas Llosa ha conquistado con empuje creador y voluntad seductora. En todo caso, añadir en la misma línea de razonamiento que “es un error creer que soñamos y fantaseamos de la misma manera que vivimos. Por el contrario, falseamos y soñamos lo que no vivimos, porque no lo vivimos y quisiéramos vivirlo”, propone una retórica que participa tanto de lo restricto como de lo abarcador, de lo pertinente y de lo intercambiable o reversible. Y son generalidades cuya consecuencia última –una ansiedad por domesticar o aliviar el desorden de la vida por el orden aparente del arte– aparece, tal como está expuesta, como brumosa.

Al comienzo del libro Vargas Llosa escribe que:
"...desde el primer cuento que publicó, en 1933, hasta su última novela, aparecida un año antes de su muerte, Cuando ya no importe (1993), es notable la coherencia de Onetti, en su cosmovisión, su lenguaje, sus técnicas y sus personajes. Sus ficciones pueden leerse como capítulos de un vasto y compacto mundo imaginario. El tema obsesivo y recurrente en él, desarrollado, analizado, profundizado y repetido sin descanso, aparece precozmente perfilado en El pozo: el viaje de los seres humanos a un mundo inventado para liberarse de una realidad que los asquea."

El resumen es compartible. No lo es su trasmutación, digamos, práctica o imaginaria. “El viaje de los seres humanos a un mundo inventado para librarse de una realidad que los asquea” entraña, en Onetti, una estrategia de retorcimientos sádicos y masoquistas que no parecen el mejor estímulo para que se abrace tal empresa de espíritu reconstituyente. Más: una peculiaridad rara en Onetti, y que milita en desfavor de una zona de las teorías de este libro, es que su esencialidad (su decrepitud, su carencia de prestigio vital) transcurre en una claustrofobia que el lector común, en una reacción instintiva, rechaza con gesto defensivo. Por cierto, Vargas Llosa argumenta que Borges “ayudó [a Onetti] a descubrir una proclividad íntima de su vocación literaria”: la cartografía estética que alza “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” contribuyó a concebir la de Santa María. Otra vez: esa es una posibilidad pero una posibilidad que tenía numerosas fuentes inspiradoras y contra la que, literariamente hablando, todo conspira, incluido el contexto en que el propio Vargas Llosa la sitúa y parafrasea. El famoso desencuentro entre Borges y Onetti fue algo más que un desencuentro anecdótico.

Vargas Llosa sigue de cerca, con escrúpulo y con atención vigilante, los avatares de la obra de Onetti. Reconstruye sus tránsitos, sus leyes y sus desplazamientos interiores, bucea en sus orígenes, plantea reflexiones y reflexiona él mismo, indaga y cuestiona. Hay allí hallazgos que importan como contribuciones a una lectura onettiana. Hallazgos, sin embargo, que a menudo se estancan o se paralizan en un cierto punto de la evolución entre su enunciación y su demostración, que en su exposición se retuercen y se vuelven no ya inexactos o incompletos sino lastrados por el peso de lo convencional, hallazgos que más que mostrar una originalidad parecen deudores de observaciones y señalamientos que vienen de muy atrás. El influjo de Emir Rodríguez Monegal, para citar un nombre, es patente incluso en las versiones menos afortunadas o eficaces que de él se adoptan o adaptan. En este sentido, la imagen del Uruguay de mediados del siglo XX que hace suya Vargas Llosa padece los lugares comunes que la clase intelectual de izquierda, y el propio Rodríguez Monegal en ese entonces, estableció como visión canónica. Y cuando señala que el Uruguay daba “la espalda a América Latina” y miraba “obsesivamente a Europa” recoge también un lugar común –un lugar común ideológicamente interesado– que hasta la fecha no ha sido erradicado. Una y otra explicación encuentran su remate en una conclusión (o en una conclusión a medias, que para el caso es casi lo mismo) que sostiene que “el subdesarrollo es un estado de ánimo” del tercermundismo y que la desgracia que acarrea consigo es una frustración de la que los personajes de Onetti vendrían a ser un arquetipo. La “obra de creación no es sólo eso, desde luego, pero también es eso”, advierte con cautela –y con convicción– Vargas Llosa a propósito de estas cuestiones. A pesar del oportuno también, Onetti habría abierto aquí sus grandes ojos extraviados.

La antagonía entre realidad y ficción, entre vida objetiva y subjetiva, que tanto señorea en el teorema de Vargas Llosa, da mucho de sí en buena parte de las obras de Onetti. Pero tal antagonía no parece estar investida de un poder tan monopólico como se conjetura; más que una antagonía entre realidad y ficción, lo que absorbe y manda es una voluntad de simulacro, de impostura y de consciente artificio y más que nada algo así como una necesidad orgánica de suplantación que crece por su propia dinámica inexorable y que va a todas partes –y este es su don inquietante– y acaso a ninguna. De más está decir que a la mirada industriosa de Vargas Llosa no se le escapan estas complejidades onettianas; sucede, no obstante, que su discurrir procede por una superposición y/o yuxtaposición argumentativa en la que la valoración se diluye o carece de armazón jerarquizadora. Otro ejemplo: que “la visión secretamente cristiana inspirada en la naturaleza malvada que el hombre arrastra desde que comenzó el pecado original” encuentra su acomodo en el mundo de Onetti puede ser una reflexión que se acepte en términos generales. Pero a esta conjetura podría agregarse, no sin provecho, un registro de interpretación menos ultramontano y más concreto que enlaza con una singularidad del Uruguay: el hecho de que, en el plano de las ideas fundadoras modernas, el país hizo suya una dogmática positivista que postuló una gramática desacralizadora que, a su tiempo, cuajó en fechas tempranas de la evolución nacional en un agnosticismo cáustico, altanero en su hervor cientificista. Es de presumir que tal arraigo ideológico debió sorprender y agredir a un país joven y de orígenes rústicos y a unos atribulados nativos (entre ellos, uno de apellido Onetti) expuestos, en un lapso histórico cortísimo, a tamaña transformación íntima y cultural de su ciencia y su conciencia.

La antagonía entre la dialéctica vargasllosiana y la onettiana no es ni lo bastante grave ni lo bastante dañina, en términos de examen de interpretación y acercamiento razonado, como para dañar un trabajo que se lleva a cabo con emoción y con altura de miras. Justo es admitir, por lo demás, que haberlo logrado así es mucho. Una de las características más acusadas, acaso la más acusada, del mundo onettiano es su trama intrincada de relaciones y su extenso ámbito de resonancias, una y otro capaces de habilitar variaciones interpretativas sin tasa; allí reverbera, incansable, un sistema que a sí mismo se engendra y a sí mismo se comenta. Como citaba el clásico, what matters is not the mean but the motion. Lo demás es, espectralmente, literatura. Empero, hay un momento en la lectura de El viaje a la ficción en el que las parcialidades o las propuestas de interpretación se trasladan a un segundo o tercer plano, si se quiere hasta un último plano. Es el momento en que se repara en que el libro se resiente más por su continente que por su contenido, quizá por la extraña divergencia entre uno y otro. Es un momento ingrato y que lastima. Sucede cuando se descubre que los materiales que lo conforman están más dichos que escritos. El talante didáctico que guía a Vargas Llosa, y que proviene tanto de una tendencia suya de largo arraigo como del curso que dictó sobre Onetti en una universidad de Estados Unidos, sobrenada al conjunto y acaba por imponerse y por recortar sus ambiciones. Entonces es cuando verdaderamente se extraña –tratándose de quien se trata: uno de los hombres que más ha enriquecido a la literatura de la lengua– una tensión y una energía que, de haber sido empleadas a fondo, hubieran permitido el salto de lo suficiente a lo necesario.